Un día en la vida de la madre de un preso político

abril 22, 2022

Yubelka Mendoza

15 min

Este es un reportaje con las entrevistas que se hicieron la semana pasada. Martha y Hellen, dos madres de presos políticos que están hace años en la cárcel hablan de sus carencias económicas, el duelo familiar y el olvido que sienten.

En Nicaragua hay más de 180 personas presas políticas. Poco se habla pero muchos ya llevan años encerrados y sus familias han visto sus vidas cambiar radicalmente

Martha tiene 57 años y cada 15 días, aproximadamente, se tiene que levantar a las 3 de la mañana, cocinar, caminar más de dos kilómetros y tomar un bus que la traslada por más de 40 minutos hasta el Sistema Penitenciario Jorge Navarro, conocido como “La Modelo”, en Managua. Una vez ahí, empieza la parte más difícil de esa que ya se convirtió en una rutina para ella.

Es mamá de un preso político, uno de los que poco se habla a pesar –o tal vez por eso– de que lleva desde noviembre de 2019 encerrado y condenado por un delito común. En estos más de dos años ella ha aprendido a tolerar los maltratos que recibe para poder entrar a visitar a su hijo, las condiciones precarias en las que lo ve y la desesperación de no tenerlo a su lado.

“Para mí la situación es muy crítica para poder ir a ver a mi hijo”, dice. Se refiere a las enfermedades que padece y a su economía que no le da para mantener su hogar. A veces, por ejemplo, tiene que decidir entre hacerse un examen porque los dolores no la dejan ni caminar o alistar un paquete de alimentos para llevarle a su hijo en la cárcel.

Llora cuando cuenta, pide disculpas y agradece ser escuchada. Para ella es un desahogo hablar en voz alta del sufrimiento de ser madre de un preso político y cabeza de un hogar compuesto por su esposo de 80 años, un hijo discapacitado y otro menor de edad. En sus palabras, es “una madre desesperada, una madre angustiada” que no desea que nadie pase por esto. La realidad, sin embargo, es otra: son más de 180 personas presas políticas, es decir más de 180 familias que de una forma u otra viven el dolor de la separación y las dificultades que representa tener a un familiar secuestrado por la dictadura y en condiciones de tortura.

Hace cuatro abriles, cuando inició la represión en Nicaragua para sofocar las protestas antigubernamentales, la vida de millones de nicaragüenses cambió. Jóvenes empezaron a vivir lo que alguna vez escucharon de boca de sus padres o abuelos y personas mayores revivieron esa época violenta en la que una dictadura se va apropiando de sus vidas. 

La primera etapa, la más violenta, terminó. El régimen prohibió las protestas sociales y se encargó de demostrar –llenando las cárceles– que quien intentara siquiera salir a una calle a ondear una bandera fuera el ejemplo vivo para quien estuviera pensando hacer eso. Así lo hizo, por ejemplo, con Sergio Beteta, un joven condenado a cinco años de prisión por ondear una bandera de Nicaragua y quemar una del Frente Sandinista. La acusación decía que traficó armas y portaba ilegalmente armas.

Estas detenciones se hicieron cada día más comunes, así como los delitos que les imputaron, como pasó con el hijo de Martha y con el de Hellen, otra madre que cada 15 días sufre cuando le hace la visita en “La Modelo” a su hijo, donde está encerrado desde septiembre de 2020.

Hellen se salta algunas visitas porque no tiene qué llevarle a su “niño”, como le llama. Tiene apenas 22 años y en las visitas le llora a su mamá que ya no quiere estar ahí. “Eso no depende de mí”, le responde ella con el corazón estrujado pensando en lo buen hijo que es.

Ella también llora cuando cuenta por qué su hijo está preso y cómo pasó de ser organizador de la Juventud Sandinista a manifestante antigubernamental. Estuvo exiliado en Costa Rica pero regresó a Nicaragua cuando “las cosas estaban más tranquilas” porque extrañaba a su mamá. Hellen le reclamó y el tiempo le dio la razón. 

“No hay palabras para explicar eso, yo nunca creí que iba a tener a mi hijo en esta situación”, dice Hellen. Sufre al pensar que la alergia de su hijo se ha ido empeorando con el tiempo por las condiciones de hacinamiento y la cero higiene en la que vive. 

 

Una de las imágenes más recurrentes para ella son las hordas de moscas que se alborotan cuando en las visitas saca la comida que se levantó muy temprano a preparar para compartir con su hijo. “Cuando hay inundaciones y los manjoles se tapean, salen de las alcantarillas las cucarachas que se le suben a uno en el cuerpo y el mal olor”, cuenta. Esa imagen representa la tristeza de saber las condiciones en las que lleva su hijo por más de un año y medio.

La espera para la visita y la dificultad económica

Tanto Martha como Hellen sufren diversos padecimientos de salud y lloran por no tener a sus hijos con ellas. Les ha costado aprender a ignorar los comentarios de los guardias que se burlan de ellas a la entrada del penal y les dicen que ahí no hay ningún preso político, sino que todos son delincuentes. 

Esperan de pie por horas pese a que Hellen tiene insuficiencia venosa y los pies se le hinchan y le duelen. Martha es una mujer mayor,  a la que se le dificulta caminar o forzar mucho las piernas. 

Para ellas es un sacrificio, aunque no lo reconocen. Dicen que estarán con sus hijos hasta que puedan. Lloran las quincenas cuando hacen cuentas y no les da el presupuesto para alistarles su paquete y se ven obligadas a  saltarse las visitas.

Hellen, en el tiempo que su hijo lleva en la cárcel, ha visto cómo le han ido restringiendo alimentos: avena molida, leche en polvo, chicha de maíz, piña. Martha, con todo el pesar porque solo ella sabe lo que le cuesta, se lamenta cuando tiene que botar la comida que no le dejan pasar pese a rogarles a los guardias de la cárcel. 

Otro de los aspectos más incómodos de las visitas son los policías armados que se colocan detrás o a la orilla de ellos en cada visita. “Como que nosotros fuéramos unas personas que hemos matado, que hemos asesinado”, dice Martha. “Como que lo van a matar a uno, señalándolo con la pistola, con ese rifle que andan”.

Sus realidades son compartidas por decenas de familias que tienen hijos, hijas, padres o madres encerrados desde hace ya varios años. Familias que vieron sus hogares rotos por el capricho represivo de una dictadura que no amaina y, al contrario, cada día demuestra su poder. Solo hace una semana encarceló a tres músicos y agrandó la lista de presos políticos. Sigue cancelando organizaciones sociales y manteniendo control de la educación superior. 

Con todo lo adverso del contexto, las madres no dejan de tener esperanzas de un día tener a sus hijos de vuelta con ellas. “No me avergüenza ser la madre de un preso político, porque sé que él lucha por una Nicaragua mejor”, afirma Martha.