Vida en el encierro: exploraciones de un estado carcelario híbrido
julio 8, 2021
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“Quieren tapar el sol con un dedo” me decían a menudo los privados y ex privados de libertad con quienes trabajé a lo largo de siete años en tres diferentes centros urbanos y entornos carcelarios del territorio nicaragüense. Se referían a la corrupción y los abusos de poder sistemáticos con los que se enfrentan durante sus vidas cotidianas en el encierro. Aquí trataré de analizar no solamente el “dedo” con el que las autoridades nicaragüenses tratan de mantener tapado el “sol”, sino también de identificar las características de este “dedo” y aquel “sol”. Siguiendo la metáfora, veremos que el sol representa el conjunto de abusos, corrupciones y arbitrariedades a las que estas personas se exponen solo por el hecho de estar presos. El dedo, por su parte, es aquella “pantalla”, el discurso elusivo que las autoridades usan para tapar el sol y la política de encubrimiento desarrollada para conservar los secretos públicos de la vida institucional. Mientras avanzaba en el tiempo de mi estudio, me fui dando cuenta que hay una cantidad y proliferación de tácticas extralegales que son desempeñadas de forma sistémica, íntimamente relacionadas a la consolidación del gobierno sandinista y la politización de las instituciones del Estado, estableciendo así a su vez un Estado-partido y un estado carcelario híbrido.
Referente a lo último, siguiendo la tendencia regional de expansión carcelaria, la población penal de Nicaragua aumentó de 6 mil reos en el 2007 a más de 21 mil reos en el 2019. Mientras tanto fueron pocas las ampliaciones físicas de los centros penitenciarios, sobre todo en los departamentos, donde la sobrepoblación penal llevó a graves situaciones de hacinamiento e insalubridad que han sido denunciadas continuamente. A su vez, estos entornos se volvían cada vez más difíciles de acceder debido a orientaciones del Ministerio de Gobernación, que desde hace más de diez años efectivamente ha negado el acceso de organizaciones de derechos humanos a los centros penitenciarios, mientras que exigían de forma cada vez más abierta a las organizaciones de sociedad civil y ONG, periodistas y voluntarios (entre los cuales me incluía) pruebas de afinidad con el gobierno o, al menos, afinidad con la ideología que decían profesar.
En el mismo periodo, pero a diferencia de los funcionarios penales, la cantidad de policías en las calles se duplicó. Bajo el lema de un modelo policial “proactivo y comunitario” fueron expandidos los rangos de la Policía Nacional (PN) no solamente con las llamadas unidades preventivas en los barrios populares sino que también con unidades especiales antidrogas y antidisturbios tales como los Dantos y la Dirección de Operaciones Especiales (DOEP). Pronto, Nicaragua se declaró “país libre de pandillas” y junto al gobierno la policía promovía el discurso de que el país era el “más seguro” de Centroamérica. Sin embargo, fueron incrementando la desconfianza de las instituciones estatales y las denuncias de abusos al interior de Nicaragua. Aun así, la mayoría de los académicos a nivel internacional aplaudía el desarrollo del modelo de seguridad ciudadana nicaragüense por su “excepción” al modelo de mano dura del Triángulo Norte, obviando así el creciente brazo represor del marco institucional aún cuando Ortega en 2014 se proclamó jefe supremo de la Policía Nacional y quitó de en medio al MIGOB, convirtiendo a la Policía en su escudo personal.
Al mismo tiempo, las personas que conocí dentro del entorno carcelario me aclaraban que la composición demográfica de las cárceles tenía poco que ver con la incidencia real de los hechos delictivos, sino que se relaciona más con el manejo de estas instituciones estatales. A lo largo de los años sus quejas y reflexiones, que inicialmente parecían tratar de hechos aislados, terminaron revelando un amplio y sistemático uso de métodos de gobierno extralegales, por un lado el uso desmedido de la fuerza y por el otro un nivel de corrupción rampante –ambos síntomas de lo que llamaban “el Sistema”– un engranaje de poder estatal, político y extralegal (incluso criminal), que permite poner el ojo sobre la fusión de los poderes del Estado bajo los intereses económicos de los partidos políticos hegemónicos de la política nicaragüense. Tras las protestas antigubernamentales del 2018 este estado carcelario híbrido reveló su cara más nefasta. Mientras que las protestas provocaron la ruptura de las relaciones de consenso establecidas a nivel político-económico, el estado carcelario se exteriorizó hacia la población sublevada, convirtiendo a cada uno de los manifestantes en sujetos carcelarios y ejerciendo hacia ellos una violencia terrorífica que antes se solía guardar para los rincones más ocultos del territorio nacional y sus cárceles (pensemos en las Jagüitas, el Triángulo Minero y los cuartos de interrogación de las estaciones policiales).
Durante los tres años que ahora tengo de trabajar con (familiares de) personas encarceladas y excarceladas por motivos políticos, se ha hecho evidente la expansión y profesionalización de este estado carcelario híbrido, tanto en sus capacidades represivas como en sus modalidades de castigo fuera de la ley. Pensemos en la expansión de su capacidad paraestatal: el entrenamiento de grupos parapoliciales, delegados para perseguir y asediar a personas disidentes u opositoras, y el desempeño de una estructura partidaria para la vigilancia comunitaria constante. Pero pensemos también en la expansión de su capacidad judicial, que viene entretejida con su hegemonía en el poder legislativo. La Asamblea Nacional ordena y el poder judicial ejecuta, logrando establecer así un marco legal a su medida. Es decir, lo que antes se practicaba fuera de la ley, como la detención sin acusación, ahora se ha hecho legal. Se criminaliza la protesta y el ejercicio de otras libertades civiles y políticas por medio del establecimiento de nuevas leyes que permiten lanzar una red amplia sobre quienes se oponen al Estado, un Estado que se considera un soberano absoluto. Como buen soberano, este se permite además romper sus propias leyes o actuar fuera de ellas, promoviendo así una inseguridad ontológica entre sus sujetos. Consideremos por ejemplo el impacto de la fabricación de pruebas, testimonios y acusaciones ante jueces y magistrados politizados, o la peor amenaza de todas: la realidad de saberse siempre potenciales sujetos de torturas físicas o psicológicas, sufridas ya por cientos de los secuestrados, no solamente a manos de las autoridades formales, sino también a manos de aquellas autoridades delegadas, ejecutoras del estado carcelario híbrido.
Si ponemos atención entonces a los relatos vivenciales de las y los (ex) presos, tanto políticos como comunes, nos daremos cuenta que aparte de pintar un panorama complejo de relaciones y prácticas de poder híbrido dentro de las cárceles nos dicen algo más, algo que es esencial si queremos entender cómo en Nicaragua se expresa y se arraiga el poder, tanto estatal como político y criminal. Y es que, paradójicamente, para funcionar de manera totalitaria ese poder es compartido. Se comparte entre los mandatarios y sus colaboradores financieros (elitistas y criminales), entre el Estado-partido y sus grupos paraestatales, entre la Policía y los CPC, entre las autoridades penales y los consejos de internos, estableciendo así arreglos de gobierno híbridos que se mantienen a través de una economía política basada en la violencia y la corrupción. De cara a su innegable pérdida de legitimidad provocada por las protestas del 2018, este engranaje de poder ha empleado toda su capacidad –legal y extralegal– para convertir a todos aquellos en su mira sea en sus cómplices o en sus blancos, alimentándose de la resistencia para justificar y prolongar su agresión. Es a esa paradoja que se enfrentan los que tratan de subvertir el estado carcelario híbrido, mientras que es justamente su hibridez lo que hace que sea a la vez tan impactante y elusivo.