Ocupación militar en la Costa Caribe de Nicaragua

marzo 5, 2021

13 min

Una de las intervenciones más antidemocráticas pero menos debatidas del régimen orteguista en la última década es el establecimiento, a partir del año 2009, de al menos 14 nuevos puestos militares en comunidades afroindígenas de la Costa Atlántica de Nicaragua. Comunidades miskitas y krioles como Walpa Siksa, Prinzapolka, Bihmuna, Wawa Bar, Dakura, Sandy Bay, Tasba Pauni y los Cayos Miskitos cuentan ahora con destacamentos militares y navales que rondan los 30 efectivos de las fuerzas armadas cada uno. Tal expansión del Ejército y de la Fuerza Naval en la región de la Mosquitia representa una verdadera ocupación militar que trunca cualquier intento del orteguismo de autoproclamarse pionero en el fortalecimiento de la autonomía afroindígena. Representa, también, una claudicación a las exigencias del gobierno estadounidense de que Nicaragua participe en las intervenciones punitivas de la llamada guerra contra las drogas. Si bien la militarización de las regiones autónomas del Caribe nicaragüense no es tema de conocimiento general en las regiones del Pacífico, Centro y Norte de Nicaragua, se sabe aún menos sobre la colaboración del régimen orteguista con los Estados Unidos en ese proceso. Se habla muy poco, por ejemplo, de que el Cuerpo de Ingenieros del Ejército estadounidense, por medio de un contrato con la corporación Eterna, fue el encargado de construir un puesto naval de avanzada en los Cayos Miskitos en el año 2017 a un costo de 2.28 millones de dólares. La entonces embajadora de los EEUU, Laura Dogu, viajó a los Cayos en abril de 2017 para inaugurar la base junto al jefe de la Fuerza Naval de Nicaragua, Ángel Fonseca Donaire.1 ¿Qué gobierno “antiimperialista” permitiría a la gran superpotencia mundial construir una base militar en su propio territorio?

El despliegue de destacamentos militares a la Costa Atlántica se ha intensificado en los últimos 12 años a una velocidad no vista desde los años ochenta. Esta intensificación es parte de un proyecto antidemocrático y antiautonómico. Es antiautonómico porque desplaza en gran medida a las autoridades y mecanismos de gobernanza miskitus y afroindígenas, e imposibilita el fortalecimiento de tales autoridades. Inhibe, además, la creación de instituciones y mecanismos de gobernanza indígenas o krioles que aún no han llegado a formar parte de la imaginación política de estos pueblos. Aún si fuéramos a conceder que el comercio de drogas por el mar  Caribe representa una “amenaza al orden y a la soberanía nacional” –una premisa que suele aceptarse con demasiada facilidad, mientras que las alteraciones al orden y a las posibilidades de justicia socioeconómica provocadas por proyectos desarrollistas suelen desestimarse o sencillamente tolerarse– el despliegue militar es sólo una de las múltiples opciones con que cuenta el gobierno nicaragüense para tratar el tema. Es también la opción menos democrática, y la más apegada a una larga tradición colonial que trata a los pueblos indígenas no como sujetos políticos capaces de gobernarse a sí mismos, sino como pobres inocentes que el Estado debe proteger, o como salvajes incultos que el Estado debe disciplinar.  

Un “régimen de autonomía”  que respete la capacidad de los pueblos indígenas y afrodescendientes de tomar sus propias decisiones suministraría a las autoridades regionales de todos esos pueblos (mayangnas, kriol, pech, ramas, mayangnas, miskitus, tawahkas, garífunas) los recursos necesarios para protegerse y gobernarse a sí mismos. Ayudaría a estos pueblos a generar los recursos económicos que les permitan  minimizar el incentivo de acudir al comercio de drogas como vehículo de superación socioeconómica. Y, lo que es primordial, transferiría todos estos recursos y capacidades a los pueblos afroindígenas independientemente de lo que hagan o no hagan, sin recurrir a acusaciones evidentemente hipócritas de colaboración con el narcotráfico; una actividad sobre la cual ningún pueblo, raza, clase social ni partido político goza de monopolio alguno. 

Quizá lo más preocupante de la acelerada expansión del Ejército nicaragüense en la actualidad es la escasez de discurso en torno a ella. Sujetos a un gobierno cada vez más autoritario que utiliza a policías y paramilitares (y no directamente al Ejército, con notables excepciones) para reprimir movimientos sociales, es común que los nicaragüenses vean al Ejército con buenos ojos. Los mismos mecanismos que existen para evitar que el Ejército utilice sus armamentos para tomar las riendas del país mediante un golpe de estado han servido para mejorar su imagen ante la ciudadanía. Al preservarse estratégicamente como una entidad en apariencia no electoral y no partidaria, el Ejército goza de una imagen similar a la que disfruta en muchos países la empresa privada: se le considera eficaz, austero, racional y prudente en el uso de los recursos en comparación con el resto del “Estado”, del cual es parte pero del que se le separa. Por otra parte, se le considera un ente de beneficencia, pues se le han delegado funciones que históricamente fueron filantrópicas, y que siguen siéndolo en algunos casos: rescates, evacuaciones, administración de albergues, distribución de ayuda social y transporte de enfermos. Si bien al “Estado” se le considera casi universalmente corrupto, haragán e ineficaz, al Ejército, por el contrario, se le percibe como heroico, competente, frugal y humanitario. Encima de todo esto, el Ejército comparte con el resto del Estado un verdadero as bajo la manga: el ser un ente empleador e inversionista. Al expandirse, genera empleos, y al invertir sus fondos de pensiones, hace posible una enorme cantidad de negocios, forjando alianzas con empresarios de toda índole, no sólo en el país sino también fuera de él. Todo esto ha ayudado a pulir la imagen del Ejército entre los habitantes del país. Las encuestas de M&R Consultores sobre el tema, tanto en 2012 como en 2021, señalan que 9 de cada 10 nicaragüenses califican positivamente el desempeño de las fuerzas armadas, algo poco menos que imposible para cualquier otra entidad estatal, incluyendo a la policía.

Nicaragua no es el único país donde las fuerzas armadas han logrado pulir su imagen bajo la sombra de un gobierno cada vez más autoritario. Considérese el caso de Egipto, donde incluso los activistas más democráticos se abrazaban y se fotografiaban con efectivos militares luego de la caída de Hosni Mubarak en el año 2011. La aparente autonomía de las fuerzas armadas con respecto al gobierno autoritario de Mubarak hizo creer a los revolucionarios egipcios que el Ejército serviría como garante de una transición a la democracia. Depuesto Mubarak, los egipcios serían testigos del acaparamiento del poder ejecutivo, legislativo, judicial y electoral por parte del Ejército en los años siguientes. En Nicaragua, tal eventualidad es improbable, pues, más que entes autónomos con ansias contenidas de disputa política, los miembros de la cúpula militar son hoy por hoy poco más que títeres del régimen. Sin embargo, el impacto antidemocrático y antiautonómico del rol que el Ejército cumple en Nicaragua desde su particular nicho legal, político, económico y social es incontrovertible.

Que lo digan los miskitus, que comparten cotidianamente con efectivos del Ejército y la Fuerza Naval en sus comunidades, pero que evidentemente no forman parte de las encuestas de M&R Consultores. En la Costa, es casi unánime el odio a las fuerzas armadas entre los habitantes de las comunidades que han sido ocupadas por ellas durante la última década. Los comunitarios se quejan de las prácticas extractivas y extorsionistas de los soldados, que además de suplantar a los jueces indígenas (los wihta nani) como líderes máximos de la comunidad, actúan a todas luces como parásitos económicos. Los oficiales del Ejército y de la Fuerza Naval cobran coimas por romper o doblar cuanta prohibición o regulación existe en la legislación nicaragüense, desde la venta de drogas hasta las vedas ambientalistas que protegen a las poblaciones de langosta, camarón, pepino de mar y tortuga. En la comunidad costera y predominantemente miskita de Wawa Bar, donde las fuerzas armadas se instalaron en el año 2015, un sargento incluso llegó a “prohibir” por tres meses la entrada de alcohol a la comunidad. En vez de generar el ambiente sobrio y abstemio que muchos esperaban, esta ley seca improvisada resultó ser una mina de oro para los militares, que comenzaron a cobrar “impuestos” para permitir el ingreso y la venta clandestina de bebidas alcohólicas. 

La astucia del prohibicionismo implantado por las fuerzas policiales y militares nicaragüenses recae en que, entre otras cosas, sirve para privatizar la regulación de lo formalmente prohibido. La prohibición formal o informal nunca detiene las prácticas prohibidas, sino que privatiza la regulación anteriormente pública de ellas. Es el caso del comercio de narcóticos, pero también de otras prácticas, como el aborto, que han sido prohibidas por la legislación nicaragüense. Tras la abolición del aborto en Nicaragua en el año 2006 como consecuencia de la alianza del orteguismo con la Iglesia Católica, surgió en las clínicas y hospitales nicaragüenses (tanto públicos como privados) una verdadera industria del aborto, fraguada por doctores y enfermeros que realizan estas operaciones clandestinamente a costos elevados. Gran parte de la población nicaragüense ha experimentado en carne propia el parasitismo militar y policíaco, y conoce el uso económico que le dan policías y soldados a las prohibiciones y regulaciones legales. Sin embargo, para los habitantes de las comunidades rurales de la Costa Atlántica, tal parasitismo es parte de la vida cotidiana. 

Siempre truculento y audaz, el gobierno nicaragüense ha sabido erigir un Ejército que actúa no sólo como parásito, sino también como recurso para los habitantes de la Mosquitia. Tanto formal como informalmente, el Ejército ha sabido hacer uso de su as bajo la manga. Por primera vez en la historia, la mayor parte de los efectivos militares desplegados a las comunidades de la Costa Atlántica son indígenas miskitos. De esta forma, el gobierno nicaragüense provee empleo a un sector importante de hombres jóvenes miskitos y dificulta la tarea de concebir al Ejército como un ente foráneo de ocupación. Los soldados habitualmente entablan relaciones sexuales y amorosas con mujeres miskitas, lo que genera tensiones de género por las frecuentes depredaciones sexuales que estas relaciones de poder tan desiguales suelen presuponer. Estos amoríos, sin embargo, permiten a las mujeres obtener ciertos privilegios de sus amantes militares, desde la protección física hasta la ayuda económica. Por otra parte, el parasitismo  militar a veces les resulta conveniente a los comunitarios. Por ejemplo, los efectivos de la Fuerza Naval a menudo permiten que los pescadores den zarpe a sus pangas para pescar durante períodos de veda a cambio de “impuestos” informales. A corto plazo, esto les permite a los pescadores procurar el sustento económico, pero, a la larga, tendrá un impacto nocivo sobre su calidad de vida, al poner en peligro la reproducción de los recursos marinos. 

La ocupación militar de la Costa Atlántica no es parte de un proyecto gubernamental que intenta  ganarse los “corazones” de los habitantes indígenas, afroindígenas y afrodescendientes de la región. El odio y el desdén hacia los militares ha persistido a raíz del parasitismo sistemático de las instituciones militares. Sin embargo, el proceder contradictorio de las fuerzas armadas como parásito y como recurso ha complicado el trabajo crítico y ha enlodado el discurso político en torno al Ejército. El surgimiento de las fuerzas armadas como recurso económico, logístico y afectivo para los residentes de la Costa ha tenido como efecto la distracción de los habitantes regionales, que desvían su atención hacia los detalles de la ocupación militar y los pormenores del proceder de los soldados, en vez de mantener el enfoque en el carácter ilegítimo y antiautonómico de la intervención militar. Para los medios de comunicación nicaragüenses, el reto venidero consiste en cultivar las habilidades de los periodistas y académicos costeños para que sean ellos mismos quienes documenten la militarización, y le hablen de tú a tú al resto de los partícipes en el discurso público nicaragüense. Sería un error proceder como el Estado nicaragüense, extendiendo un legado colonial que ve a los pueblos indígenas y afrodescendientes como inocentes o salvajes que se deben proteger o civilizar. Cabe, por el contrario, entregarse a su merced o dejarlos en paz.

Referencias