Votar con el exilio a cuestas: el retorno a las urnas de una familia nicaragüense 

Maldito País

diciembre 13, 2025

Una familia nicaragüense ejerció su derecho al voto a kilómetros de distancia de su país natal, convertido en una dictadura con un Estado fallido. En las urnas revivieron la esperanza de una “fiesta cívica”, en un ejercicio que se perfilaba como una de las bases de una democracia. Sin embargo, hasta el momento no se han confirmado los resultados presidenciales y candidatos denuncian que se trató de una “elección fallida”, con intervención de Estados Unidos y mucha polarización

El calor húmedo de Honduras suele ser sofocante, pero para Eduardo Delgado, de 21 años, estudiante de Relaciones Internacionales, la chaqueta que llevaba puesta no era una opción, sino un escudo para cubrir sus tatuajes, en un país cuya juventud es estigmatizada. El 30 de noviembre caminaba hacia su centro de votación, en un municipio distinto al que reside y que es considerado un punto marcado por la violencia que azota al país centroamericano, que ese día debatía su futuro en las urnas. Eduardo tiene tatuajes, y en los códigos no escritos de los barrios controlados por el crimen organizado, los tatuajes pueden ser una sentencia. 

Mientras avanzaba entre pancartas y fervor partidario, lo que a veces llaman “fiesta cívica”, Eduardo lidiaba en su interior con una tensión distinta a la de los miles de hondureños que acudían a las urnas con incertidumbre, después de una campaña electoral marcada por la polarización. Era el peso simbólico del momento y de su historia: esta sería la primera vez en su vida que ejercería el derecho al voto. Cuando Eduardo tenía apenas 2 años, en 2006, Daniel Ortega llegó a la presidencia de Nicaragua; puesto que ha ocupado de manera ininterrumpida hasta el día de hoy. Sin embargo, no lo haría en su natal Nicaragua, sino en el país que le abrió las puertas cuando su familia decidió huir en 2018 por la represión del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo, la pareja dictatorial que ha sumido al país en una crisis imposible de poner fin. 

Durante años, Eduardo sintió que este momento, el de votar en un país que no era el suyo, no le pertenecía. “Agradezco el refugio, pero sigo sin tener ese sentido de pertenencia”, se decía a sí mismo. Pero algo cambió luego de trabajar en proyectos sociales en Cortés y ver de cerca la pobreza extrema de uno de los países más pobres de América Latina. 

“Fue ese sentimiento que dije, yo tengo que devolverle algo a este país. Y creo que la mejor forma que puedo hacerlo es mediante mi voto informado y consciente. Creo que ese es el mejor regalo que yo le pueda hacer a este país”, reflexiona vía llamada telefónica un día después de las elecciones. 

Ese domingo, Eduardo votó y así selló también un capítulo de su presente y de su binacionalidad. Además de ser nicaragüense, cuenta con la ciudadanía hondureña y una parte de su familia materna está ahí.

Para entender el porqué de tanta trascendencia en un acto que cada tanto es, hasta cierto punto, usual, es necesario entender la Nicaragua de los Ortega-Murillo. Tenía apenas 14 años cuando salió del país junto a su madre, Cristina Galindo. Ambos son hondureños por lazo materno —la abuela de Eduardo era de Honduras—, lo que les otorgó la nacionalidad y los derechos políticos plenos. Pero los documentos legales no borran la memoria del país en el que nacieron y vivieron casi toda su vida. 

Eduardo pertenece a una generación que creció viendo cómo la democracia se desmoronaba. Nació en 2004, con gobiernos neoliberales, que prometieron democracia y progreso. Se abrieron al mundo, como muchos países lo hicieron en la década del 2000, con el auge del neoliberalismo y la globalización. Con la promesa de un mundo más conectado. Pero en el fondo, los hilos de la política nicaragüense no entendían de ideologías. Se fraguaron pactos y actos de corrupción que estancaron a Nicaragua y allanaron el camino para el eterno proyecto personalista y autoritario de Ortega. 

Cuando el Frente Sandinista llegó al poder nuevamente, Eduardo tenía tres años. Heredaba así un país que en menos de dos décadas iría al colapso. Creció con la consolidación de un proyecto autoritario y le tocó vivir su adolescencia en medio de convulsas protestas, represión, ejecuciones extrajudiciales y graves violaciones a los derechos humanos.

“Tengo que evitar que el lugar que me recibió se vuelva como el lugar de donde yo escapé, ¿verdad? Pero en eso pues también entran otros sesgos, ideologías. Y al final del día creo que eso nos hace propensos a caer en errores graves al momento de votar o de apoyar a X o Y líder”, reflexiona Eduardo.

Eduardo admite que intentó separar las realidades. Al ver ciertos “dogmas” en cuanto al voto y la ideología de algunos compañeros hondureños, Eduardo no puede evitar la extrañeza. Para él, la política no es un acto de fe ciega; es una forma de reafirmar su identidad y asentarse en el país que lo recibió. Y también de aportar en la definición del futuro de ese país. 

Mientras Eduardo vivía estas reflexiones durante la primera vez que emitía su voto, Cristina Galindo rompía con más de una década de abstención electoral. La última vez que votó fue en las elecciones municipales de Nicaragua en 2009. Desde entonces, la consolidación de la dictadura y la farsa electoral en su país natal la alejaron de las urnas.

Durante el proceso electoral anterior en Honduras, en el que resultó ganadora Xiomara Castro, Cristina decidió abstenerse. Sin embargo, para esta elección, la abstención dejó de ser una opción viable. No fue un mitin político lo que la movilizó, sino la interpelación directa de estudiantes. “¿Cómo es posible que usted no vote? Es un derecho cívico”, le cuestionaron los jóvenes. Cristina, quien ha dedicado su vida a la formación política y social, sintió la contradicción. No podía promover derechos que ella misma se negaba a ejercer. Decidió votar para honrar la línea familiar de su madre hondureña y para mantener la coherencia frente a una juventud que todavía cree en la democracia.

El día de la elección, madre e hijo se despertaron con los temores que suelen tener quienes vienen de un Estado fallido: temor a un fraude o violencia política. Pero lo que Cristina y Eduardo encontraron en las calles fue una “fiesta cívica”, a pesar de todo. Las elecciones en el país centroamericano estuvieron marcadas por los llamados de organismos internacionales. La Organización de Estados Americanos (OEA), instó a actuar “responsablemente” para preservar la convivencia social y reiteró su llamamiento al Consejo Nacional Electoral (CNE) a “agilizar” el conteo de votos y garantizar la “máxima transparencia” en el proceso.  

Cristina se reunió con su familia materna. Fueron a votar, tomaron café y caminaron por calles que, lejos de ser un campo de batalla, estaban llenas de familias y gente que contra todo pronóstico, en una Centroamérica convulsa, encontraron el acto de votar un ejercicio cívico. Le sorprendió la normalidad del proceso. “Fue una experiencia muy aleccionadora”, relata, conmovida al ver cómo un país con instituciones tan frágiles y golpeado por el crimen organizado lograba, así, algo impensable en la Nicaragua de hoy. Sin embargo, la esperanza se esfumaría en los días siguientes, en medio de las polémicas por el conteo de votos y las denuncias de fraude electoral. 

El acto de votar  no es una fórmula mágica, y tampoco el único garante de una democracia. Pasada la euforia del domingo, Eduardo mantiene una mirada crítica. Al joven le preocupa que el resultado traiga de vuelta a figuras vinculadas al narcotráfico y la corrupción.  Para él, un retroceso democrático en Honduras sería como revivir todos los temores y fantasmas de Nicaragua.