Sadie Rivas quedó a la espera de un envío especial que nunca llegó. Consistía en un libro —que nunca supo el título ni su autor— una bolsa de café molido de las montañas nicaragüenses, otra bolsa de rosquillas —una especie de bizcochos salados y crujientes muy populares en Nicaragua— y un empaque de pinolillo. El 16 de mayo habló con su papá. Era de mañana, muy temprano, recuerda.
Anteriormente, Sadie había recibido otros regalos de su papá. Era una forma de presencia en medio de la ausencia que provoca el exilio. Sadie, de 25 años, lleva siete años exiliada en Costa Rica debido a la situación sociopolítica de Nicaragua tras las protestas de abril de 2018. Cuando salió del país tenía 18 años y formaba parte de esa generación de jóvenes que, bajo el hartazgo de la represión, se revelaron en sus escuelas o universidades, y salieron a protestar. Fue su padre quien le incentivó a exiliarse. Fue él quien le ayudó a cruzar.
Aníbal Rivas Reed —el padre de Sadie— es un exmilitar nicaragüense de 61 años. Durante su trayectoria alcanzó el cargo de capitán del Ejército Popular Sandinista (EPS), en los años ochenta. Aníbal se enroló cuando apenas tenía 12 años en el servicio militar impulsado por el FSLN en dicha década. Le tocó empuñar un fusil en la defensa de la revolución sandinista, sin saber que, muchas décadas después, serían los mismos sandinistas quienes terminarían por mantenerlo en desaparición forzada durante más de 40 días. Hasta 1990 participó como capitán del EPS en la zona norte de Nicaragua, una de las regiones más duras durante el conflicto. Durante esa década, tras los acuerdos de paz y la profesionalización del Ejército, Aníbal se alejó progresivamente de la institución militar, abrazando la vida civil.
A pesar de ser un militar retirado y disidente declarado del FSLN, Aníbal conoce al partido desde adentro y sabe de lo son capaces. Por eso, cuando la represión se intensificó en 2018, él mismo se encargó de ayudar a su hija, Sadie, a salir del país para ponerla a salvo. “Yo recuerdo que las únicas veces que yo hablaba con mi papá —durante los primeros días de exilio—, yo le decía: ‘Papá, por favor mándame a traer, me estoy volviendo loca, tengo muchas pesadillas, me siento sola’. Le digo: no tengo amigos, no puedo salir, no conozco a nadie, no tengo dinero, no tengo nada. Él en un par de ocasiones se me puso a llorar y a pedirme disculpas y a decirme que ante todo, y ante todo el dolor que yo sintiera, jamás me iba a permitir regresar”.
Aníbal sabía, posiblemente, lo que el partido podría ser capaz de hacer cuando se sentía asfixiado social y políticamente. Y que el exilio de su familia, a expensas del suyo, sería capaz de protegerlas. Él mismo tuvo que exiliarse. Él mismo tuvo que exiliarse durante los últimos años de la dictadura dinástica de los Somoza, cuando apenas tenía nueve años. Su madre, Mirna Reed, fue una guerrillera en la década de los setenta que combatió en el departamento de Matagalpa. El exilio de la familia también fue en Costa Rica, ese país en el que se han refugiado los exiliados de dos dictaduras en los últimos 60 años. Aníbal regresó a los doce para enlistarse. Y desde entonces, nunca volvió a exiliarse. Se quedó en Nicaragua.
Solo pasó un día después de aquella llamada, en la que Aníbal le había prometido a Sadie enviarle un libro, un café, unas rosquillas y un pinolillo. Lo detuvieron el 17 de mayo de 2025 en Matagalpa, su ciudad natal y donde vivía. Su detención ocurrió en el marco de una redada contra exmilitares y exfuncionarios del Frente, entre ellos cuadros de lo conocido como “militancia histórica”. Entre los detenidos durante ese mes destacan el general en retiro Álvaro Baltodano, el exsoldado Denis Chavarría, el exteniente coronel Ronald Paul Leiva Silva, entre otros.
A partir de entonces iniciaron 42 días sin saber su paradero. 42 días sin ubicarlo geográficamente. 42 días desaparecido.
Hasta que el 27 de junio se supo que Aníbal fue condenado a 50 años de cárcel por el delito de “traición a la patria”. Su hija denunció que esta condena se llevó a cabo en medio de un juicio arbitrario, sin condiciones ni derecho a una defensa justa. Como los que han ocurrido en Nicaragua en los últimos siete años. Un juicio espurio en un país sin garantías ni estado de derecho.
Desaparecido. La lengua común lo suele emplear en participio, en presente contínuo. Suspendido. La RAE marca dos rasgos centrales: incertidumbre vital, vacío de información. La ONU lo tipifican: “Arresto, detención, privación de libertad (…) por agentes del Estado o con su aquiescencia, seguida de la negativa a reconocer dicha privación o a revelar el paradero, dejando a la persona fuera de la protección de la ley”. Los dictadores usan eufemismos: “Mientras sea desaparecido no puede tener tratamiento especial, porque no tiene entidad. No está muerto ni vivo… está desaparecido”, dijo Jorge Rafael Videla.
Y sin embargo, estar desaparecido no solo es un concepto. Desde el 12 de julio de 2024, la pregunta “¿Dónde está Fabiola?” resuena entre sus colegas y amigos. Porque verdaderamente nadie sabe dónde está la periodista y promotora cultural Fabiola Tercero. Ha pasado un año y ninguna prueba tras el allanamiento policial de su casa, ubicada —un dato que no es menor— dentro del perímetro de seguridad que rodea la casa donde vive Daniel Ortega y su familia en Managua. Para la periodista —que había regalado más de mil libros desde su proyecto “El Rincón de Fabi”— el verbo se volvió destino: quedó atrapada en ese tiempo suspendido.
El Mecanismo de Reconocimiento de Presos y Presas Políticas de Nicaragua explica qué provoca esa suspensión: coloca a la familia “en un estrés y desesperación constantes” y extiende “un ambiente de terror en la sociedad”. Así, cada día sin noticias se prolonga la agresión: el delito sigue ocurriendo mientras Fabiola —y las otras personas desaparecidas— permanezcan fuera de la protección de la ley y del abrazo de los suyos.
El Mecanismo trabaja con metodologías para proteger el trabajo silencioso de las personas que colaboran en él y tratan de documentar la situación, pero también se topan con retos vacíos, silencios y dificultades en el proceso de documentación. Todo ello ha sido provocado por el brutal clima de represión, censura y anulación de derechos y libertades que el régimen de Ortega y Murillo ha impuesto a la sociedad nicaragüense desde 2018. Un reciente informe del Mecanismo da cuenta de estas violaciones a los derechos humanos: 54 opositores presos y 15 personas desaparecidas.
Y ese silencio, esa falta de información, es lo que envuelve el caso de Fabiola. ¿Dónde está Fabiola? Nadie lo sabe, nadie se atreve a acercarse a su domicilio. El régimen no ha dictado sentencia ni la ha presentado. Un manto de impunidad y bruma se impone.
Con la desaparición de Fabiola también se suspendió el funcionamiento de un proyecto cultural independiente y autogestionado en Managua, palabras mayores en una Nicaragua en la que la cultura, la educación y los espacios de cualquier naturaleza pasan por el control del régimen. La paranoia se ha extendido tanto que, incluso asociaciones hípicas y de caballistas han sido canceladas por la dictadura. Todo en una embestida que tiene la lógica del control y del acaparamiento de cualquier iniciativa particular, empresarial e independiente.
Así que el “El rincón de Fabi” se centraba en compartir libros, lecturas, autores. En que la literatura circulara en un país donde parece que la ficción es el único escape de utopías y esperanzas. “Yo le preguntaba a la Fabi por qué había iniciado ese proyecto, y ella me dijo que, cuando era niña, su único escape eran los libros. Que mucho de lo que había logrado se lo debía al hábito de la lectura, que era esencial incentivar eso”, menciona Alexa Zamora, activista nicaragüense exiliada en España.
Alexa estudió con Fabiola durante algunos años en la primaria, en Managua. “Éramos el estereotipo de las niñas que no eran del grupo y siempre andaban solas. Yo creo que eso nos definió mucho como amigas, junto con otras dos amigas que teníamos”. Al entrar a la secundaria, Alexa salió de ese colegio y perdió el rastro de esa amistad, hasta la adultez, cuando Fabiola era pasante de periodismo en un medio de comunicación y Alexa realizaba el diagnóstico de un plan de educación.
“Durante los últimos siete años, yo sé lo que es trabajar con víctimas, he trabajado con presos políticos, he documentado casos de tortura, y pensar que una persona tan cercana esté en una situación de esas… Tener un amigo cercano que es víctima de desaparición forzada por parte del Estado es frustrante y se siente muchísimo”, agrega.
La Red Centroamericana de Periodismo califica la situación de Fabiola Tercero como desaparición forzada, porque ninguna autoridad en Nicaragua reconoce la detención. No hay registro de sentencia ni de ingreso a prisión que se conozca. Amistades de Fabiola, como Alexa, tampoco han tenido contacto con la familia o su círculo cercano. Todo ello complejiza aún más la situación de la periodista.
“En el caso de Fabiola Tercero la información ha sido muy limitada, y eso la pone a ella en una situación de un riesgo aumentado. Hasta la fecha nosotros no manejamos información detallada de lo que podría haber pasado ni siquiera con hipótesis”, explica Adolfo Lara, oficial legal para América Latina de la organización Raza e Igualdad, que ha documentado la situación de Nicaragua.
Para Lara, el caso incluye una serie de riesgos que aumentan desde la óptica interseccional. Por ser mujer, por ser periodista, incluso por ser defensora de derechos humanos. Cada vez más, para organizaciones como Raza e Igualdad la documentación de casos y la creación de hipótesis es una labor accidentada. En gran medida por el cierre del espacio cívico y la falta de testimonios y pruebas.
A este se le suma el exilio de los familiares de las personas desaparecidas. “Nosotros no estamos en Nicaragua, para que podamos ir a insistir todas las semanas, pero de igual manera hemos estado insistiendo con la comunidad internacional y ellos tampoco han obtenido respuesta”, relató Sadie al describir la falta de información alrededor de la desaparición de su padre antes de su sentencia.
El régimen de Ortega y Murillo emplea desde hace siete años la desaparición forzada. De acuerdo al Mecanismo de Reconocimiento de Presos y Presas Políticas de Nicaragua, está presente en mayor o menor medida en casi todas las detenciones de presos políticos. Antes, los periodos solían ser días, una semana, para luego presentar a las personas detenidas en un juicio teatral. Desde 2024 la diferencia radica en que la práctica se ha intensificado y los periodos son mucho más largos.
“Cuando estas cosas pasan, la persona está en grave exposición a la tortura y a otros tratos crueles. Hay una afectación en todos los ámbitos de la vida de la familia de las personas desaparecidas, porque también puede provocar marginación en la comunidad”, explica la fuente.
A pesar del cierre del espacio cívico, la anulación de la protesta y el estado de terror impuesto por el régimen, el acompañamiento a las familias es una parte esencial. Son redes invisibles, de solidaridad, en las que se comparten consejos de seguridad. Incluso, hay un subregistro de personas encarceladas o desaparecidas, cuyos casos o nombres no son públicos, pero están documentados. El anonimato es una forma de protección.
“Entendemos el terror, el miedo, la autocensura, pero todavía hay formas de cuidar la información y de que a los organismos de control y seguimiento nacional e internacional saben que las personas anónimas existen y saben cuáles son sus casos, pero hay un compromiso humanitario de que su identidad no va a salir por ningún lado”, agrega.
Esa resistencia silenciosa, en las sombras, puede ser esencial para futuros casos de justicia transicional. Y para ello también es importante la denuncia. A través de un correo cifrado (mecanismopresospoliticos@proton.me) se recepcionan casos y se documentan denuncias de detenciones, desapariciones, entre otras violaciones a los derechos humanos que el régimen pueda cometer.
En Nicaragua, la desaparición es todavía un fenómeno en desarrollo. Las prácticas empiezan a ser documentadas, caso por caso. Sin embargo, persiste un enorme vacío en cómo se vive esta ausencia y qué estrategias de resistencia se llevan a cabo. Porque justamente la resistencia está teniendo lugar en medio de una dictadura.
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