De la noche a la mañana, en la frontera, con una mochila, sin saber qué pasa. Sin saber qué será de la vida en un día, un año, cinco, diez. No se asume el exilio hasta mucho después, hasta que abofetea en la tarde solitaria de un domingo, en un clima desconocido, rodeado de un idioma distinto. Se escuchaban historias de los 60, 70, 80 cuando militantes, estudiantes, políticos, periodistas y opositores tuvieron que viajar desde Centroamérica hasta México, Argentina, Chile, Estados Unidos, Europa, Canadá. Tantos que se quedaron, tantos que volvieron; tantos que se olvidaron.
El exilio pega. Como diría un amigo guatemalteco que se largó a Chile tras la caída de Jacobo Árbenz en 1954: “Vivíamos con la maleta bajo la cama esperando el tiempo de volver ya que a pesar de haber sido recibidos como héroes, la nostalgia nunca la superas”, me repitió, entre bebidas, entre charlas, sesenta años después.
Ahora, una nueva ola de centroamericanos ha buscado exiliarse en variados países; algunos más lejanos que otros. Miles han salido por temor a ser encarcelados y viven bajo las piedras añorando el regreso, pensando en salirse de este mundo de frustraciones políticas y hacer una nueva vida o analizando cómo rearticular las fuerzas. No hay mal que dure cien años, piensan, esperanzadoramente.
Tras la Guerra Fría, los aparentes acuerdos democráticos que se pactaron en Centroamérica luego de los conflictos armados han colapsado. La institucionalidad que arropó estos procesos prácticamente ya no existe, las reformas que se hicieron van en retroceso, las garantías mínimas cada día se reducen y los intentos por avanzar han sido desplazados por la mano criminal de los gobiernos -que amalgamados con las élites económicas- ven en la democracia una garra amenazante que les robará lo que han logrado gracias a los beneficios estatales, corrupción, trampas, exenciones fiscales. La libre competencia neoliberal nunca fue asumida realmente en los países centroamericanos: permaneció como regla un feudalismo monopólico, parte de la común cultura de finca.
Cada país, claramente, tiene sus características, pero los hilos comunes laten innegables: cierre de espacios, ataque a la prensa y activistas, cooptación de los sistemas electorales y de la justicia. Una élite -cuyas formas varían en cada lugar- somete al resto y bloquea cambios que puedan perjudicarle, y más bien, promueve leyes para criminalizar. Las instituciones, al servicio de los presidentes, dejaron de ser contrapesos aunque sea mínimos, y ahora las cortes y los parlamentos rinden genuflexión al mandatario y a quienes lo sostienen.
El miedo ha sido implantado por medio de estigmas, ataques en redes sociales, encarcelamientos, despidos, asfixias económicas. Los asesinatos no llegan a los niveles de las guerras internas pero los hay (apabullantemente en Nicaragua), y el exilio de líderes es cada vez más común. Desde ahí, se ve con claridad el hundimiento de Centroamérica como en las proyecciones geográficas que auguran que en algún momento los mares Pacífico y Atlántico rebalsarán al istmo y el Norte y el Sur de América serán tierras separadas.
En países donde se respeta más diversidad y más “mundo”, se observan obras de teatro, conciertos, talleres literarios, y apenas pequeños grupos se interesan por lo que sucede en la región centroamericana. Algunos recuerdan las guerras internas, otros las protestas de 2015 en Guatemala y Honduras, el encarcelamiento de Juan Orlando Hernández, las barbaridades de Daniel Ortega, la incursión a la Asamblea por parte de Bukele. Lo que más escuchan, sin embargo, son las caravanas migrantes que muestran el deterioro y el menosprecio por la vida. Las gentes huyendo de esta región como se huye de la guerra, como huyó Cristo y como huyen los pájaros de un incendio voraz. Esta es otra forma de exiliarse de la violencia y la miseria.
Ser crítico, haber sido un líder social, tener una voz en twitter, haber promovido casos contra delincuentes poderosos, escribir con vehemencia, te hace ser enemigo de los gobiernos cuyo trabajo sucio lo hacen las fiscalías y las cortes quienes ya no tiemblan frente a las protestas o ante las sanciones de Estados Unidos y son capaces de encarcelar a cualquiera con pruebas fabricadas. Con obligar al exilio, muchas veces, están satisfechos pues lo ven como una victoria. Desde la óptica fascista que lidera esta regresión, todo se vale, toda ley es manipulada, todo opositor es enemigo mortal.
Recomponerse, por así decirlo, no será fácil con el nivel de cooptación. La avalancha busca asegurar el feudo por una o dos décadas -al menos- y que si vuelven a nacer vientos democráticos que “les cueste”. Aun así, saben que la infranqueable élite ha sido revelada y que los emperadores han quedado desnudos frente al pueblo que quizá sin planearlo es capaz de estallar -como ha ocurrido antes- y a eso le temen.
La opinión pública y lo que se diga en las redes sociales les pesa pues crea visión crítica que en algún punto puede provocar activación. Los reyezuelos, aunque tengan aparente control, no duermen tranquilos porque saben que desde afuera o desde adentro habrá quienes continuarán lanzando piedras sobre los palacetes del saqueo, y que además, ahora, a pesar del destierro, muchos asumen este momento como época de siembra y que esta algún día se cosechará.