
Abril y esa vida que merece ser llorada
Maldito País
abril 26, 2025
Instrucciones para llorar
Julio Cortázar
Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo ni que insulte a la sonrisa con una paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente.
Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca.
Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma de la mano hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto.
Duración media del llanto, tres minutos.

Nacemos. Lloramos. Crecemos. Lloramos. Vivimos. Lloramos. ¿Entonces por qué Julio Cortázar pensaría que necesitábamos sus instrucciones para llorar? Esto me preguntaría si no tuviéramos un Abril atravesado desde hace siete años en la garganta, en el estómago, en los sueños, en las pesadillas y en el llanto.
A pesar de que muchos animales emiten lágrimas y son capaces de transmitir sus emociones, solo las y los humanos podemos llorar. Es decir, el llanto es inherente a la naturaleza humana. Y este a la vez posee dos dimensiones, por una parte la fisiológica que explica la producción corporal de lágrimas, incluyendo aquellas que son por reflejo o irritación, como cuando partimos una cebolla, y otra dimensión social. Esta última habla de que las razones por las que lloramos, los rituales para llorar o la legitimidad del llanto no son naturales, sino sociales.
Y aunque ciertamente lo primero que hacemos al nacer es llorar, a medida que crecemos aprendemos cuál es ese modo socialmente aceptable para hacerlo: no vayas a llorar en público y si lo hacés tiene que ser discreto, no incomodés, no interrumpas, no molestés. Aunque si sos mujer tenés algo de permiso para el escándalo, pero de lo contrario, los hombres no lloran.
El llanto es huella, es lenguaje, es significado que sale del cuerpo para dar aviso de que algo pasa por dentro cuando las palabras no son suficientes para explicarlo. Entonces, el llanto, en su condición de discurso, aparece de forma contextualizada. Es decir, se construyen normas específicas en distintos contextos que determinan las formas en que se admite el llanto como símbolo de sufrimiento. Este contexto puede estar atravesado por razones de género, clase, raza, territorialidad y otro sinnúmero de factores que este tejido de ideas no busca profundizar.
No se vive ni se procesa el dolor en el vacío, sino dentro de un entramado de convenciones sociales que define qué pérdidas son reconocidas, cuáles son legitimadas públicamente y cuáles quedan silenciadas o invalidadas. En Nicaragua, como en otros contextos marcados por la violencia política, también se han construído las normas sociales para lo llorable, es decir, para establecer lo que es digno de llanto, de conmemoración y de duelo público. Por ejemplo, se le da más valor a ciertos tipos de sufrimientos, mientras que otras pérdidas, aunque profundas, no se lamentan colectivamente. Y con esto no me estoy refiriendo a las estrategias del Estado para el borrado y silenciamiento de todo tipo de duelo del heterogéneo cuerpo social en resistencia antidictatorial. Sino a las formas en cómo se aprende a dignificar el duelo entre los sectores opositores.
Siete años después del ruido de aquellas bombas, de las noticias de cada mañana que contaban la estela de muertes que dejaba la operación limpieza, de las listas de personas desaparecidas en los primeros días de protestas y de todo aquello que veíamos a través de redes sociales -que muchas veces parecía distópico-, muchos duelos aparecieron en el espacio público, nos sumamos al llanto desgarrador de quienes lo habían perdido todo. Pero también, siete años después, muchos otros llantos siguen atrapados entre la culpa y la vergüenza, otros salen del cuerpo en silencio y soledad.
El duelo por la carrera que no se pudo terminar, por el negocio que estaba empezando y tuvo que cerrarse, por el proyecto que no pudo ver la luz; la nostalgia por aquella rutina de visitar todos los domingos a la mamá y sentir el olor a ese café que solo ella sabe hacer, o del árbol de limón que tiene en el patio de su casa; extrañar la cercanía al mar y a la laguna, y a los amigos que se fueron del país; ese dolor por sentir que habitas un espacio que no te pertenece y en donde cada vez cuesta más construir vínculos así de profundos como los que quedaron en Nicaragua; la vergüenza de no poder contar que estar lejos de esa mascota puede ser igual de desgarrador que otras separaciones; o el luto por no haber sostenido la mano de mi tía en sus últimos minutos porque el exilio no me permite volver.Es ese duelo de lo que teníamos antes del 18 de abril, pero que hoy no existe más, y que, frente a otros dolores, no parece tan importante por la sensación de que no hay suficiente espacio para todas las pérdidas.
A lo largo de estos párrafos, quiero proponer la reflexión de que elaborar el duelo de forma equitativa, sin jerarquizar el dolor, es también una apuesta política dentro del movimiento por los derechos humanos. Creo que sanar colectivamente, sin dejar a nadie afuera, puede renovar nuestro compromiso con la justicia. Para ello, quiero tejer algunas ideas sobre cómo ciertas violencias logran legitimarse por encima de otras y cuestionar las relaciones de poder que sostienen estas jerarquías del dolor, reconociendo que cada pérdida, por íntima o personal que sea, también merece ser nombrada, acompañada y llorada.
El dolor inconmensurable de las personas que perdieron a sus familiares en 2018 o el de quienes sobrevivieron a la prisión política no está en cuestión. Tampoco pretendo minimizar el estudio de la magnitud del daño que se tiene que hacer en contextos de justicia y reparación. Mucho menos busco desdibujar la figura de las víctimas de los crímenes de lesa humanidad.
Lo que estoy proponiendo es desmontar la idea que entre más cerca caminamos del horror más legítimo es el duelo, para dejar de pensar que el derecho al llanto es directamente proporcional a la gravedad de la violencia corporal de la que fuimos víctimas. Por otra parte, hay una lógica capitalista patriarcal que subyace a la forma en cómo jerarquizamos el dolor. Por ejemplo, si hay duelos que generan más valor en el relato histórico y político, bajo el entendido de que hay violencias que permiten explicar mejor la crisis, construir identidad y cohesionar la unidad, estos posiblemente tendrán más legitimidad para ser llorables. Es decir, el modo en que la sociedad acepta el llanto también está determinado por las relaciones de poder que cruza cada contexto específico.
Achille Mbembe, interpretando a Elias Canetti, dice que “el superviviente es aquel que ha caminado por el sendero de la muerte, se ha visto a menudo entre aquellos que han caído, pero todavía sigue vivo… Canetti describe el momento de Ia supervivencia como un momento de poder”. Y aunque claramente no podemos simplificar el acto de sobrevivir a un momento de poder, sabiendo que hay otros efectos como el trauma, la culpa o la vergüenza, me interesa poner luz en esa dimensión descrita por Mbembe. Y no, no estamos hablando de la responsabilidad individual de quien sobrevive, sino de cómo se construye el mundo, en el que la cercanía de la muerte nos otorga un poder simbólico que puede derivar en la jerarquización de los duelos y del dolor.
Este poder al que me refiero no es uniforme ni absoluto. Tampoco es el que ejerce el Estado, ni se llega a asemejar, sino que es el poder que circula y se ejerce en las relaciones cotidianas, es la noción foucaultiana de micropoder. Señalarlo no tiene la intención de condenarnos, más bien es una provocación para profundizar en cómo se está construyendo la legitimidad de los duelos y en cómo desde nuestros lugares podemos subvertirlo.
Porque en todo espacio de poder, hay también espacio para la resistencia. Por eso, como acto de subversión, propongo abrirnos a la posibilidad de que el duelo colectivo coexiste y dialoga con el individual, sin que ninguno se imponga sobre el otro. Desordenar, cuestionar y repensarnos el modo que socialmente hemos aceptado el llanto es también una postura política. Yo quiero que la persona de al lado encuentre en esta lucha colectiva contra la dictadura un espacio donde tenga derecho a llorar sin juicios ni estigmas, aunque la violencia que le partió en dos su vida sea totalmente diferente a la mía. Parafraseando y citando a Judith Butler, lo que digo es que todas nuestras pérdidas y nuestras vidas merecen ser lloradas, porque todas son dignas de duelo. Además, “la comunidad que está de duelo también se opone al hecho de que esa vida sea no duelable”.
El movimiento por los derechos humanos se fortalece en la medida que sanamos individual y colectivamente. La socióloga argentina Elizabeth Jelin explica que los sobrevivientes de pasados violentos no siempre logran distanciarse de ese pasado, ya que este aparece y reaparece en el presente, a tal punto que puede llegar a darse una compulsión por la repetición del hecho traumático. Una de las formas para superar esta experiencia es elaborar el duelo, lo que implica que el pasado ya no aparece como una repetición dolorosa, sino que se logran construir memorias y recuerdos que permiten darle sentido a la vivencia.
Jelin advierte que cuando el duelo no se procesa, el sufrimiento puede volverse tan insoportable que la única salida parece ser el silencio o el olvido. Sin embargo, cuando el duelo es trabajado y reconocido, deja de ser solo una herida abierta y se convierte en un punto de partida para la acción y la transformación: “En el plano colectivo, entonces, el desafío es superar las repeticiones, superar los olvidos y los abusos políticos, tomar distancia y al mismo tiempo promover el debate y la reflexión activa sobre ese pasado y su sentido para el presente/futuro”.
Elaborar el duelo significa dotar de sentido la violencia a la que sobrevivimos. Recordamos para que el pasado no nos arrastre, y que más bien nos permita comprender lo que hemos perdido y lo que aún podemos construir a pesar de eso. Pero si continuamos jerarquizando las violencias que son llorables y las que no, accederemos de forma desequilibrada a los procesos de elaboración del duelo, es decir, a una “desigual distribución de la duelidad”, según Butler.
El duelo, entendido como una apuesta política, implica decodificar las relaciones de poder y dar lugar a estos procesos personales como un acto de preparación para la lucha, que permita proyectarnos hacia el futuro con un sentido renovado de justicia. Transitar el duelo no implica abandonar el pasado, dice Jelin que es “aprender a recordar”.
Por eso, en este Abril, a siete años del llanto colectivo que nos atravesó, reafirmemos que esa vida -la tuya, la mía, la de aquí y la de allá- también merece ser llorada, cuidada, abrazada y comprendida con compasión. Hoy, con el cuerpo todavía adolorido por los crímenes de lesa humanidad, permitámonos llorar por esas pérdidas que tanto nos ha costado poner al centro de nuestro duelo. Que en cada Abril dejemos de llorar en las sombras y lo hagamos colectivamente, para sanar con dignidad.
Agradezco a María José Díaz por sus comentarios amorosos y sus reflexiones profundas para mejorar la primera versión de este texto 💙

Referencias
- Butler, J. (2017). Marcos de guerra. Las vidas lloradas. Paidós.
- Butler, J. (2021). La fuerza de la no violencia. Paidós.
- Jelin, E. (2002). Los trabajos de la memoria. Siglo XXI de España Editores.
- Mbembe, A. (2011). Necropolítica. Melusina.
- Palacios-Espinosa, X., Sánchez-Martínez, M. C., Palacios-Sánchez, L., & Zuluaga-González, J. C. (2021). Breve historia de las lágrimas y el llanto. Iatreia, 34(3). https://doi.org/10.17533/udea.iatreia.95
