
La insensatez en el podio
Maldito País
enero 22, 2025
Me siento como cuando el escritor austriaco judío Stefan Zweig decidió suicidarse junto a su esposa Lotte, en Petrópolis, Brasil. Estaba seguro de que Hitler dominaría el mundo, cosa que finalmente no sucedió. Pero ese desolado 22 de febrero de 1942, a media guerra mundial, después de atormentados exilios en Londres y Nueva York, y bajo las noticias de que el nazismo se expandía sobre Asia, el agobio lo atrapó de forma definitiva. Debió haber sido una mañana cálida, o al menos templada, pues en el hemisferio sur, como se sabe, a fin de año es cuando más calor golpea. Era terrible el abatimiento de Zweig y con una impaciencia eléctrica, como él dijo en la carta de despedida, decidió ensartarse (y luego lo siguió su pareja) en la garganta un fulminante frasco de barbitúricos una semana después de presenciar el Carnaval en Río de Janeiro.
Ahora vemos resurgir ese fascismo despiadado, calcinador de las diferencias, en el cual el planeta contempla la asunción de Trump, un Hitler de la nueva era, despachando democráticamente órdenes ejecutivas para deshacerse de los migrantes, los otros, los bárbaros, que recogen las verduras que los blancos se comen en la cena. Además, con desfachatez y sorna, empuja la Tierra hacia las turbinas fósiles y se deshace de las políticas climáticas: el país más contaminador del mundo con cinismo escamotea la responsabilidad humana sobre el cuidado del planeta. Es el realce del individuo sobre el resto; la punta de lanza de una humanidad extraviada.
Lo que abate no solo es eso sino el complaciente y eufórico respaldo de las masas de votantes que han logrado convertir al fanatismo en un discurso normal. Los gringos vieron hace cuatro años cómo trató de dar un golpe de Estado, cómo ha utilizado su poder para beneficiar a sus amigos billonarios y cómo corrompió la justicia nombrando jueces aliados; y con esos antecedentes, lo votaron; lo volvieron a votar.

Hay mil paralelismos con la Alemania de los años 30, sobre todo ese deseo de añorar una grandeza nacionalista perdida que ataca la democracia y aplasta al extraño, al caricaturizado personaje que encarna los males y la amenaza de la civilización superior. Hitler se encaramó en una Alemania destrozada por la Primera Guerra, y encandiló a los obreros y soldados, la mayoría de la población, ofreciendo llevarla de nuevo al ario pedestal.
Ahora Trump quiere hacer de nuevo grande a una “América” que jamás ha sido tan diversa como ahora, y ofrece expulsar a 14 millones de migrantes. El 5 de noviembre, el día de las elecciones, fue una cosa ficcionaria. Ganó Trump y entonces notamos el sopetón, pero hasta ahora se convirtió en una verdad incontestable. La Casa Blanca borró su página web en su versión en español, los migrantes sin papeles temerosos dejan de salir a la calle por las noches, la gente que buscaba asilo se quedó estacionada en la frontera, tendremos dos géneros por decreto presidencial, Estados Unidos se salió del Acuerdo de París que busca reducir las emisiones de carbono…
En nombre de millones, un día después de la pompa de la toma de posesión, la obispa episcopal Mariann Edgar Budde le propinó un tortazo de consciencia a Trump en la Catedral de Washington (esa Catedral que aunque no es católica tiene por ahí una plaqueta de Monseñor Romero) cuando en una parte del servicio, que por cierto suelen dar también en español, le dijo que la mayoría de migrantes que limpian las mesas no son criminales; tenga misericordia, Señor Trump, por el amor de Dios, le dijo. En la madrugada le contestó el Gran Señor demandando disculpas por ese discurso que se viralizó por los cielos del ciberespacio.
Lo que hunde aún más -esa sensación de languidez y resaca- es que los líderes mundiales buscan más que ser dignos, prestarse a la genuflexión ante al nuevo amo global. Macron lo invitó a la inauguración de la mítica iglesia Notre Dame, los demás países lo felicitan como si no hablara en hitleriano y entonces uno piensa -recuerda- el libro que no puede ser más cierto y que se repite sin que aprendamos la lección: la Banalidad del Mal, de Hannah Arendt, en donde el principal crimen es el silencio de los neutrales frente a un colapso moral en el cual se acepta calladamente una atrocidad evidente.
Podríamos, pragmáticamente, buscar qué leña hacemos de los árboles caídos, pero en términos generales, no hay demasiados motivos para ser optimistas; el péndulo cae en parábola convertido en una bola de acero que con el impulso busca demoler conceptos de democracia mínimos que creíamos “dados”. No hay nada dado en este pequeño planeta.
El otro día unos feligreses convocaban a juntas en iglesias en Estados Unidos para organizarse frente al avasallamiento trumpeano; supongo que destellarán nuevas formas de resistencias, y ese será el fruto rebelde de esta era. Trump podría unir en su contra a los demócratas del mundo, que ahora observan cómo la insensatez se yergue en la capital de un imperio que desde su ambición por ser grande de nuevo podría estar generando su propio final.
