Cada 19 de julio miles de personas ven con atención morbosa el discurso del dictador de Nicaragua. Desde hace años, quizás una década, poco puede rescatarse de sus palabras que suelen ser un resumen atropellado de la historia del país durante el siglo XX. Detrás de una que otra amenaza lanzada durante sus intervenciones, el mayor cambio que los espectadores notan en el dictador no es el sentido de sus palabras, sino la lentitud de su discurso, el arrastre de la lengua, las enormes pausas y las incoherencias detrás de su retórica vacía. En el imaginario nacional, el 19 de julio dejó de ser una fecha para recordar una revolución que parece antigua y lejana, para convertirse en un evento televisado sobre el inexorable paso del tiempo, la decadencia de la vejez y que la única inevitable certeza del ser humano es la muerte. Una vez al año, un país se reúne para ver cuánto y cómo se ha deteriorado el hombre responsable del colapso de una Nación.
Por desgracia, si bien la muerte llegará, no traerá con ella la salvación de un país; pese a la felicidad momentánea, lo que traerá consigo, en cambio, será la incertidumbre del futuro: ¿Será Nicaragua gobernada por la copresidenta de la mano dura y la verborrea interminable o ocupará el lugar uno de los descendientes de la nueva dinastía, esos que repiten los ademanes de su padre para darse legitimidad? Frente a esta situación, la oposición de Nicaragua debe estar consciente de la posibilidad del inicio de un nuevo capítulo de la pesadilla llamada dictadura en la que se encuentra inmersa.
Nicaragua se ha convertido en un país cada vez más aislado que ya no visita ninguna figura relevante en el aniversario de la Revolución Sandinista, el evento que se ha instaurado como el relato más importante de la historia nacional y que hace parecer que nada anterior a ella es digno de ser tomado en cuenta. Las imágenes de las personas congregadas de forma voluntaria son una figura lejana que recuerdan más a una postal que al tiempo presente, esta vez, la plaza lució llena de militares, policías y jóvenes adoctrinados por un proyecto político que apuesta por el control y el enriquecimiento de unos pocos.
Como último acto de la miseria ideológica, el dictador lanzó en su discurso una máxima que ahora repiten todos sus vasallos: “Todos somos Daniel”, una oración tan arbitraria y vacía que en encierra cómo de la Revolución Sandinista no queda nada, solo la imagen de hombre viejo, que desde la tribuna repite una y otra vez las mismas anécdotas de un anciano que espera sentado, frente a un ventanal, la llegada de la muerte.
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