Un año después, la mirada retrospectiva es más clara: la realización de las elecciones presidenciales venezolanas del 28 de julio de 2024 fue un garrafal error de cálculo de Nicolás Maduro. Encerrado en la soledad del poder, convencido de que con algunas trampas bastaba, creyó que tendría los votos suficientes para ganar. Pero el voto oculto y la abstención dentro de sus propias filas contaron otra historia.
Cualquier análisis sobre lo ocurrido ese día debe considerar tres dimensiones: la emergencia del liderazgo de María Corina Machado y la unidad opositora; la valentía ciudadana para desafiar el miedo y expresar su deseo de cambio; y, finalmente, las decisiones dentro del oficialismo que permitieron que el proceso electoral ocurriera. Este artículo se enfoca en esta última.
Tras los acuerdos de Qatar y Barbados, la coalición opositora —liderada por el llamado G4— logró comprometer al gobierno a realizar elecciones con ciertas garantías. Paradójicamente, tanto María Corina Machado (MCM) como su partido Vente Venezuela estaban excluidos del pacto. Sin embargo, en las elecciones primarias opositoras, MCM arrasó con un 93% de los votos. Esta legitimación la transformó en un fenómeno político comparable al que alguna vez fue Hugo Chávez: una figura percibida como outsider, aunque presente desde el inicio del bolivarianismo, que logró canalizar el descontento con una dirigencia opositora vista como ineficaz. Su discurso emocional sobre la reunificación de las familias migrantes generó una conexión inédita con amplios sectores de la población.
En lugar de apostar por una maquinaria partidista, MCM impulsó la creación de “comanditos”, una red de organización ciudadana descentralizada, autogestionada y sin recursos. Esta estrategia generó entusiasmo, permitió el acompañamiento al candidato Edmundo González, facilitó el traslado a los centros de votación y documentó los resultados al cierre de la jornada. Antes de la difusión de los resultados oficiales, miles de ciudadanos ya sabían la verdad: el chavismo había perdido. La rebelión del 28 y 29 de julio incluyó la vandalización de al menos nueve estatuas de Hugo Chávez, como expresión simbólica de ruptura con el imaginario bolivariano.
Del lado oficialista, el artífice de los acuerdos de Qatar y Barbados fue Jorge Rodríguez, quien, a pesar de su inexperiencia en el tema, se convirtió en el jefe de campaña de Nicolás Maduro. Jorge, junto a su hermana Delcy, era considerado uno de los operadores políticos más sagaces del oficialismo. Sin embargo, el ámbito mediático le era ajeno, como lo demostró la notable cantidad de errores comunicacionales durante la campaña: ausencia de consignas unitarias, contenidos en redes sociales sin curaduría —como un selfie en el que, detrás de “Súper Bigotes”, personaje creado por esos días, se veía a la seguridad empujando a los asistentes—, reflejaban una desafección alimentada por un ministro de Comunicación designado por lealtad y no por competencia. El chavismo apostó al desgaste opositor, al control institucional y a las viejas tácticas de manipulación. Pero no previó el rechazo interno.
Nicolás Maduro era el peor candidato posible para la coalición dominante. En enero de 2024, reflexionando sobre las elecciones argentinas, sosteníamos: “A un mal candidato de un gobierno empobrecedor de las mayorías no hay campaña de temor que valga. El discurso progresista, convertido por repetición de Estado en un significante vacío, dejó de conectar con la gente”. El paralelismo entre Sergio Massa y Nicolás Maduro nos parecía evidente. Ambos eran los candidatos del continuismo. La campaña de Súper Bigotes replicó, mal y deslucidamente, lo que había hecho Hugo Chávez en contiendas anteriores. No hubo ninguna idea novedosa en el cuartel.
Hoy sabemos que Maduro fue víctima de la hegemonía comunicacional que él mismo construyó, de la realidad paralela que producen y difunden los medios del sistema público. Encuestadoras oficialistas aseguraban que iba por delante, mientras que analistas que antes fueron independientes hablaban de “empate técnico”. El propio Juan Carlos Monedero, contratado como consultor y analista de big data, entregaba cifras que aseguraban que aquello era “pan comido”.
Una amiga periodista, en su momento, describió como “táctica mortadela” la estrategia del oficialismo para ganar el 28J. La barra de salami representaba el voto opositor, que —según esta metáfora— sería rebanado por diferentes tácticas del gobierno hasta quedar en una porción más pequeña que el voto chavista. Varias de esas maniobras ya eran conocidas: mudanza de electores a última hora, inhabilitación de candidatos y tarjetas opositoras, detención de líderes, censura en medios y compra de políticos que cambiaban de posición a última hora. Las novedades para esta elección fueron la inhabilitación de MCM y de su sustituta Corina Yoris, el intento de imponer una candidatura opositora con alto rechazo —como Manuel Rosales— y la creencia de que una figura desconocida como Edmundo González no lograría transferir el apoyo opositor.
No obstante, el quid de la derrota madurista fue el comportamiento de lo que alguna vez fue su base electoral cautiva. Luis Vicente León, teórico del “empate técnico”, calculó ese piso entre 25% y 30% del registro electoral, es decir, entre 5 y 6,5 millones de votos. Sin embargo, las actas publicadas por la oposición indican que el candidato del PSUV apenas superó los 3 millones. La abstención y el llamado “voto oculto” —aquellos que dicen apoyar al oficialismo, pero votan distinto— erosionaron lo que alguna vez fue el bastión electoral de Hugo Chávez. El descontento y la voluntad de cambio eran la procesión que iba por dentro del oficialismo.
Maduro estaba tan seguro de ganar que los pocos relatos conocidos desde dentro hablan de un desplome de la influencia de los Rodríguez cuando comenzaron a llegar los exit polls a la sede del PSUV. Finalmente, el sector encabezado por Diosdado Cabello impuso la decisión del fraude, teniendo que improvisar –afortunadamente- los mecanismos y operativos represivos en los días siguientes.
El gobierno permitió las elecciones del 28J porque, víctima de su propia propaganda, pensó que ya las tenía ganadas. Creyó que con medios, miedo y manipulación era suficiente. Pero su error fue triple: subestimó la coherencia del liderazgo opositor, la valentía ciudadana y la magnitud del rechazo acumulado. Su derrota no fue solo táctica, también moral. Y su reacción posterior —el terrorismo de Estado— confirma que no estaban preparados para perder, porque jamás creyeron que eso fuera posible.
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