Democracia, Estado de Derecho, presunción de inocencia, todas esas frases y otras más forman parte del repertorio de quienes intentan explicarle al mundo por qué las acciones de Nayib Bukele rozan peligrosamente en el autoritarismo. El problema es que para la población a quien se destina ese mensaje, el Estado de Derecho es una cualidad de la que poco o nada han gozado y la democracia suena a una palabra confusa e intangible, una palabra que cobra protagonismo cada cinco años y que se encuentra ligada de forma inevitable con marcar una papeleta y nada más.
Las encuestas nos han mostrado una realidad inevitable: muy poco importa la democracia cuando lo que está en riesgo es la propia sobrevivencia. Decir eso ya parece una obviedad, pero es imposible no señalarlo cuando intentamos comprender cómo la sociedad salvadoreña decidió de forma aplastante reelegir a un hombre que fue por encima de la Constitución para implantar lo que él llama “un partido único en un sistema plenamente democratico”. La afirmación por sí misma es un oxímoron pero refleja cuánto de sentido ha perdido la palabra democracia para que sea usada como el adjetivo que reafirma un proyecto autoritario.
De la política no se come, dice el dicho popular cuando le preguntan a las personas de a pie sobre sus intereses partidarios. Quizás habría que agregar que de la democracia tampoco, aunque hay una realidad ineludible: cuando la democracia se ausenta queda en evidencia que comer no es el único anhelo del ser humano, pero aún cuando el pueblo apenas come mientras unos cuantos amasan millones gracias a haber hecho del Estado la fuente de financiamiento de sus fortunas privadas. Lo que está en juego no es solo la transparencia en cuanto a la administración pública -misma de la que se sabe muy poco debido al estricto hermetismo con que Bukele intenta gobernar- sino el futuro de un país donde existe un plan sistemático para controlar todos los poderes y así silenciar poco a poco, pero de forma implacable, a las voces críticas.
Para un país que vivió buena parte del siglo XX bajo regímenes militares, golpes de Estado y fraudes electorales, el fantasma del pasado se asoma una vez más como el camino a transitar para resolver de forma inmediata los asuntos que apremian a la sociedad salvadoreña, no importa si unos cuantos deben sufrir en el proceso, esos que el vicepresidente Félix Ulloa nombró como “víctimas colaterales”. La historia de los últimos 100 años de El Salvador nos ha demostrado que el camino corto está lleno de víctimas colaterales, esos que el Estado alguna vez nombró como los otros, los indios, los subversivos, los guerrilleros o los terroristas. Comunidades enteras destruídas, pueblos arrasados, miles de muertos y desaparecidos, mega cárceles abarrotadas en uno de los países más pequeños de latinoamérica.
La tarea no es sencilla, se trata de combatir el autoritarismo, la política del hombre fuerte, el Estado opresor y patriarcal que ha asolado nuestros países. Sin duda ese es el camino largo y es el camino por el cual los caudillos evitan transitar a toda costa.